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«Ya los jóvenes son maestros pa’ la raya»: Amapola, agricultura e identidad indígena en la sierra de Nayarit

Mexico & Central America

Este artículo es el Capítulo n°2 de la serie «La violencia toma lugar. Tierra, mercados y poder en el México rural».

Introducción

La primera persona en traer amapola a la sierra de Nayarit fue un profesor. En los años ochenta le asignaron su cargo de maestro en esas montañas, patria de la gente Náayari (conocida colectivamente como los Coras), y trajo consigo las semillas de amapola de su cargo anterior en la frontera con Sinaloa.

Los profesores habían estado en la vanguardia de los esfuerzos por “modernizar” a los náayarite desde la Revolución Mexicana, y para los años ochenta la amapola se había convertido en un cultivo comercial de arquetipo “moderno” en gran parte del país, y un producto clave dentro del pujante mercado del narcotráfico entre México y Estados Unidos. Cultivar amapola y extraer su látex, la goma de opio de donde se refina la heroína, era por supuesto ilegal.  Pero el profesor prometía enormes recompensas a todos los que se atrevieran a participar en este nuevo negocio mientras que otros representantes del estado, incluyendo la policía, el ejército y los políticos regionales ayudaban a proteger la floreciente industria regional del opio a cambio de una porción de sus ganancias.

La llegada del opio a la tierra natal de los náayari, al igual que las enérgicas acciones militares y programas gubernamentales de eras anteriores, promovió de forma quizás contra intuitiva la integración de la región y de sus habitantes hacia las corrientes económica, política y cultural que prevalecían en México.  Pero los náayarite tienen una larga historia de resistir exitosamente, y cuando es necesario, aprovechar influencias externas para ayudarles a defender su autonomía. Así, la producción de opio en la sierra de Nayarit ilustra perfectamente la dialéctica entre la reconciliación y la resistencia, la “inclusión” y la autonomía.

El opio ha traído cambios sociales y económicos a las comunidades náayari, pero también les ha ayudado a mantener sus formas de vida tradicionales como agricultores y rancheros de pequeña escala de la Sierra, a diferencia de sus contrapartes mestizas de habla hispana de las tierras bajas de la costa, donde predomina la agricultura comercial intensa. Las ganancias del opio han brindado a los jóvenes náayari la oportunidad de comprar rifles automáticos, beber mucha cerveza y alimentar riñas entre comunidades, así como conflictos con fuerzas del estado y organizaciones criminales. Pero al mismo tiempo el dinero ha apoyado la práctica continua de la costumbre, un engranaje complejo conformado por rituales de grupos descendientes y comunitarios, festejos de iglesia y fe en el poder de los santos y dioses ancestrales y prehispánicos, lo que permanece esencial en la identidad regional tanto étnica como sociopolítica.

La producción de opio en la sierra de Nayarit ilustra perfectamente la dialéctica entre la reconciliación y la resistencia, la “inclusión” y la autonomía.

Descubrir cómo el cultivo del opio ha afectado a los náayarite como individuos, familias, miembros de comunidades, y como pueblo, puede por consiguiente ayudarnos a entender cómo los esfuerzos de “modernización” radical pueden terminar apoyando las prácticas “tradicionales”; cómo la presencia y no la ausencia del estado puede contribuir a generar violencia e inseguridad; y cómo las bien marcadas identidades étnicas, políticas y económicas de miles de pueblos indígenas se pueden influenciar de múltiples formas contradictorias a través de su participación en una industria transnacional de miles de millones de dólares, e intrínsecamente extraíble como es el comercio moderno de la heroína.

Maíz y costumbre en la sierra de Nayarit

Casi la mayoría de los 28,718 hablantes de la lengua náayari registrados en México en el año 2015 viven distribuidos a lo largo de 5,000 kilómetros cuadrados de montañas y barrancos de Nayarit. Su tierra natal abarca dieciocho por ciento del área total del estado siendo su región más pobre y menos densamente poblada.1

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Los náayarite siempre han sobrevivido beneficiándose de los diversos nichos ecológicos de la Sierra : ríos y riachuelos estacionales llenos de pescado y crustáceos en cuyos bancos siembran cultivos y árboles frutales ; matorrales que se yerguen en las faldas de los barrancos que proveen tierra fértil, plantas salvajes comestibles y pastizales para ganadería; bosques de pinos repletos de leña, material para construir casas, animales de caza, plantas y hongos medicinales y comestibles, y más pastizales2. Para superar los meses de escasez de las temporadas secas, los náayarite han dependido tradicionalmente de las reservas de ayote, frijol y maíz que cultivan durante la temporada de lluvias en pequeñas parcelas llamadas coamiles. Estos coamiles los limpian utilizando técnicas de tala y quema, principalmente con machete y coas (varas de excavar), y los adaptan cada otro año.

El maíz es el cultivo más importante de todos y lo ha sido desde los tiempos ancestrales de los náayarite; desde el tiempo del primer hombre, de hecho, a quien los dioses no hicieron de arcilla o polvo sino de masa de maíz. Para el náayari, el maíz es el origen sagrado de toda vida, y a la par se cultiva para el consumo. Cada comunidad náayari siembra su propia variedad especial de maíz “ancestral” heredada de generación en generación para uso exclusivo en ceremonias conocidas como mitotes. Estas celebraciones aseguran, entre otras cosas, que los seres sobrenaturales que controlan el universo concedan a los participantes salud, protección, lluvias suficientes y cosechas exitosas. El uso ritual del maíz de “familia” y la iniciación de los niños a los mitotes, que coinciden con la cosecha, enfatizan los lazos de parentesco comunales y familiares y las semejanzas entre los ciclos de vida de los humanos y del maíz.3

Droga, desarrollo y economía política náayari

Sin embargo, a pesar de que los náayarite consideran que el maíz es vida, pocos de ellos pueden sobrevivir únicamente de su cultivo hoy en día.

A comienzos del siglo ‎xx, comenzaron lenta y gradualmente los programas de “desarrollo” del gobierno para tratar de integrar la Sierra a la «civilización» mexicana. Este proyecto incluyó la construcción de escuelas; la reforma agraria corporativista dirigida por el estado; violentas medidas anticlericales; y la introducción local de “mejores” técnicas de agricultura e industrias de pequeña escala tales como la explotación forestal y la curtación. No obstante, estos programas funcionaron principalmente para beneficio de los colonos mestizos quienes habían llegado a la Sierra recientemente e inmediatamente habían establecido vínculos con las autoridades mestizas, civiles y militares para usurpar las tierras previamente comunales para siembra, ganadería y explotación forestal.

Las políticas públicas que se determinaron para transformar no solamente la economía de la Sierra sino también los patrones de asentamiento disperso náayari e incluso el mismo paisaje, interfirieron por consiguiente con las estrategias de subsistencia que los habitantes locales habían desarrollado durante miles de años en respuesta a unas condiciones locales únicas. También hacia mediados del siglo xx ya habían cambiado la conciencia de los líderes náayari sobre el valor monetario de sus tierras y recursos, los cuales eran previamente parte de un panorama definido por lo ritual antes de ser un potencial de ganancias.

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Operación Trizo (1976)

Paralelamente los caciques náayari y mestizos se beneficiaron significativamente de los proyectos económicos que promovió el estado en la sierra de Nayarit. Muchos se enriquecieron de criar ganado, vender tierras locales y malversar los subsidios gubernamentales (causando conflictos frecuentes y a menudo violentos durante el proceso). En un caso de 1972, un cacique mestizo local tomó control de un tractor que el gobierno federal había donado a la comunidad náayari y “lo dañó rápidamente al utilizarlo para hacer mandados sin cambiarle el aceite o filtros”. Cuando las autoridades comunitarias lo confrontaron, su respuesta fue embriagarse y andar por el pueblo vociferando: “estas autoridades no tienen derecho a juzgar delitos en esta comunidad4”. Algo similar sucedió con una casa que se había construido con materiales modernos como parte de un programa de “desarrollo” del gobierno en la misma comunidad: “al hombre que se apropió de esta casa se le había acusado anteriormente de haber asesinado sistemáticamente a sus enemigos durante su cargo de jefe de policía del pueblo5«.

Mientras tanto, la gran mayoría de los náayarite permanecían extremadamente pobres al tiempo que dependían cada vez más del acceso al dinero en efectivo para poder comprar alimentos en las nuevas tiendas administradas por el gobierno (que buscaban compensar la reducción de fuentes de alimentos silvestres causada por la explotación forestal); invertir en ganadería; financiar las celebraciones religiosas; comprar cerveza y tequila; comprar camionetas y combustible; y participar en otros frutos de la “modernización” global como la medicina occidental, la producción masiva de ropa y los techos de hormigón y aluminio. Para muchos de ellos, la única opción para ganar dinero en efectivo era migrar a la costa pacífica y trabajar como peones en plantíos de agricultura comercial durante la estación seca. Allí se albergaban familias enteras en barracas reducidas con poca ventilación e higiene, trabajando turnos largos a la intemperie en el calor tropical con pocos descansos, y gastando la mayoría del poco dinero que ganaban en alimentos de precios excesivos que vendían las tiendas de raya (las tiendas de la compañía) de las plantaciones.

En los años ochenta, cuando se les presentó la amapola, muchos vieron una manera conveniente de complementar sus actividades de subsistencia sin necesidad de dejar sus hogares durante meses para enfrentar las arduas condiciones y bajos salarios de la costa. Los profesores que les suministraron las semillas utilizaron sus cargos laborales de larga duración y su posición de intermediarios del cambio cultural y político patrocinados por el estado para promover el cultivo de la amapola. Les explicaron que la goma que se cosechaba de estas flores era mucho más valiosa que cualquier otro cultivo comercial que algunos náayarite habían intentado en el pasado, como la avena, la alfalfa o el durazno. “Todos se volvieron buenos amigos y algunos comenzaron a sembrar pequeñas parcelas de amapola; antes, la gente aquí no sabía de amapola, ni siquiera de marihuana. Y yo creo que esto nos ha perjudicado. Ahora los jóvenes, los niños, no quieren ganar cien pesos, ¡quieren cien mil pesos!”

Los aldeanos sembraban amapola de manera bastante similar a como cultivaban el maíz, en pequeñas parcelas esculpidas en los bosques locales (que también los escondían de las miradas fisgonas). Vendían la goma de opio a los profesores, quienes luego obtenían ganancias considerables vendiéndola a las redes de narcotráfico regionales afiliadas con los capos de Sinaloa. Los traficantes se encargaban de procesar el opio para producir heroína. La mayoría de los náayarite siguieron siendo campesinos sin nunca convertirse en técnicos de la droga y sin mucho conocimiento sobre el extenso mundo del narcotráfico.6

Un conocido náayari incluso me explicó que la bolsita de goma de opio que me mostró se iba a convertir en cocaína, tan desconectado estaba del comercio de la heroína. Aún así, la rápida expansión de este nuevo modo esencialmente comercial de producción agrícola a lo largo de la Sierra le permitió a la gente de la región formar parte por primera vez de las ganancias de la globalización: “Rápidamente, los aviones comenzaron a llegar, ¡un montón de aviones!” Uno de los pilotos era un tipo alto y fornido que tenía un cuerno de chivo (AK-47), en ese entonces nadie había visto uno nunca, todo lo que conocían eran los rifles .22, entonces todos lo rodearon para admirarlo. Él aterrizaba con su avión aquí y sacaba una caja de 24 cervezas para todos sus amigos de aquí, y todos tomaban, todos nosotros la pasábamos bien…”

«Ya los jóvenes son maestros pa’ la raya»

A pesar de que durante décadas diversas autoridades estatales protegieron y promovieron la producción de amapola en la Sierra, a comienzos de los años noventa se envió la policía y el ejército a destruir los plantíos locales de amapola.

Para protegerse a sí mismos, a sus familias y a sus cultivos, algunos náayarite atacaron a sus perseguidores con rifles de caza, escopetas, o incluso rifles automáticos AK-47, que compraban de funcionarios corruptos o traficantes de drogas. Muchos hombres de la región y algunos soldados fueron asesinados durante los enfrentamientos resultantes y otros tantos fueron arrestados y encarcelados. Algunos de ellos, a quienes se les envió a prisiones federales en Tepic, Guadalajara e Islas Marías, frente a las costas de Nayarit, entraron en contacto con miembros de alto rango de los cárteles de la droga. Parte de estos hombres, principalmente mestizos de Nayarit, Sinaloa, Jalisco e incluso Michoacán, vinieron más tarde a la Sierra a visitar a sus amigos náayari y a ayudar a algunos de ellos a expandir sus operaciones de cultivo de amapola o a transformarse en “acaparadores”, responsables de comprar opio al por mayor y venderlo a los traficantes de tiempo completo.

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A pesar de los riesgos cada vez mayores de encarcelamiento e incluso de muerte que enfrentaban aquellos que participaban en la producción del opio, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) en 1994 impulsó más que nunca a los náayarite a depender de esta actividad ilícita para sus ingresos. El NAFTA redujo los subsidios estatales para las comunidades indígenas y campesinos agricultores, inundó los mercados mexicanos con importaciones baratas de maíz cultivado en los Estados Unidos, y socavó los derechos de las tierras de los indígenas que previamente se les habían conferido mediante la Constitución de 19177, lo que en conjunto condujo a la desintegración de las economías agrarias regional y nacional en todo México, y dejó al opio como uno de los pocos cultivos comerciales que todavía daba algo de ganancias a los campesinos de la Sierra de Nayarit.

La venta de amapola ha permitido a los náayari resistir las presiones migratorias que enfrentan los campesinos indígenas en la mayoría del México rural, y poder financiar las ceremonias en las que se centra su vida comunitaria, religiosa y política.

“Ya los jóvenes son maestros pa’ la raya”, dijo el anciano que me contó la historia por primera vez de cómo llegó la amapola a la sierra de Nayarit. En algunas comunidades, la producción de amapola ha llegado incluso a conectarse estrechamente con las identidades étnicas de los jóvenes:  un caso de “cultivo amapola, por lo tanto, soy náayari”. Por otra parte, la venta de amapola les ha permitido a los náayari resistir las presiones migratorias que enfrentan los campesinos indígenas en la mayoría del México rural, y poder financiar las ceremonias en las que se centra su vida comunitaria, religiosa y política. Les ayuda a muchos jóvenes a hacerle frente a las imposiciones aculturativas que emanan de las corrientes predominantes de la sociedad mexicana. Al mismo tiempo, su cualidad de indígenas les ha dotado de mecanismos defensivos dentro del contexto de “la guerra contra las drogas” del gobierno mexicano. Durante algunas fiestas religiosas los participantes se disfrazan irónicamente de soldados, policías o figuras importantes de los mundos de la política o del tráfico de drogas, y se refieren mediante el ritual a los poderosos actores externos en formas que subvierten su dominio y reafirman el poder de las identidades y prácticas locales.

A nivel más práctico, los agricultores de amapola náayari utilizan radios para alertarse entre ellos sobre los movimientos y actividades de las fuerzas estatales. Se comunican solo en lengua náayari para que sus mensajes sean incomprensibles para los intrusos que tratan de escuchar. Otros habitantes locales, en especial las mujeres, afirman selectivamente no saber hablar español para evitar los interrogatorios de soldados o policías.8 Por ende, en un giro irónico del destino, las intervenciones de las élites que persisten en la “guerra contra las drogas” a la par de estrategias culturales, económicas y políticas que constituyen en realidad una “guerra contra la identidad indígena”, han convertido a los agricultores de subsistencia en productores de droga mucho más profesionales, y han transformado su cualidad de indígenas en un poderoso mecanismo defensivo frente a la dominante violencia del estado.

El riego de los cultivos de amapola ha provocado conflictos territoriales entre comunidades que a veces han resultado en enfrentamientos violentos, recordando los encuentros del periodo revolucionario.

Sin embargo, el riesgo constante de pérdidas por causa del gobierno, de las tormentas de granizo, heladas repentinas, o plagas de insectos han obligado a muchos náayarite a intentar incrementar sus ganancias invirtiendo en infraestructura de irrigación de pequeña escala y fertilizantes y pesticidas comerciales. Debido a la funcionalidad de instalar sistemas de riego por gravedad, se hace cada vez más necesario cultivar la amapola cerca de los arroyos, que se encuentran en las partes más remotas de cada comunidad náayari y a menudo marcan los límites entre las comunidades; por consiguiente, el riego de los cultivos de amapola ha provocado conflictos territoriales entre comunidades que a veces han resultado en enfrentamientos violentos que rememoran los encuentros del periodo revolucionario.

Al mismo tiempo, el uso cada vez mayor de fertilizantes y pesticidas consume gradualmente las ganancias locales. Esto obliga a muchos náayarite a pasar más tiempo supervisando sus parcelas de amapola, lo que obstruye su capacidad de cultivar simultáneamente el maíz que es crucial tanto para la vida ritual como para sus milenarias estrategias de subsistencia.  Finalmente, como comerciantes han tratado de aprovechar la monetización creciente de la economía local importando a la Sierra cantidades cada vez mayores de alcohol producido a nivel comercial; consecuentemente, los problemas sociales relacionados al alcoholismo, abuso doméstico, y con frecuencia violencia letal entre jóvenes fuertemente armados, algunos de ellos cuyas familias han vivido en disputas mutuas desde los años cuarenta, han incrementado vertiginosamente.

Más recientemente, la repentina caída del precio de venta de la amapola en México provocó la caída de la producción en la Sierra e incrementó el número de náayarite que salen de sus hogares hacia ciudades cercanas o plantíos de la costa de Nayarit en busca de trabajo.  Otros habitantes locales, que habían tenido contactos con los carteles de la droga a través de sus actividades de cultivadores independientes de amapola han sido contratados para trabajar en plantíos de amapola en otras partes de México. Trabajando por salarios de subsistencia de 150 a 200 pesos por día, hombres, mujeres y niños viven en condiciones insalubres en campamentos temporales cercanos a los campos de amapola en riesgo de contraer enfermedades y expuestos a abuso violento. Llevados lejos de su tierra natal e integrados más fuertemente que nunca en la economía nacional de la droga, estos trabajadores se van desconectando cada vez más de las prácticas del ritual que constituyen la vida política y social náayari, lo que quizás a su vez empeorará los procesos locales de descomposición social y conllevará a un incremento en la violencia interpersonal.

Conclusión

El cultivo de amapola por un lado ha ayudado a muchos náayarite a aferrarse a su anhelada autonomía política, cultural y territorial, pero por otro lado ha incrementado la violencia y otros problemas sociales que afectan la sierra de Nayarit, desintegrando familias y comunidades enteras. Ultimamente, la dramática caída del precio del opio en México solo ha contribuido a agravar estos problemas.

¿Qué depara el futuro? Quizás la crisis global acelerada por la pandemia del COVID-19, que ha desestabilizado las cadenas de suministros a lo largo del Pacífico para dar paso a los precursores químicos que permiten producir, conduzca a un nuevo incremento en la demanda de amapola y heroína y traiga dinero en efectivo de regreso a los bolsillos de los náayari para ayudarles a amortiguar las crecientes amenazas físicas, políticas y culturales. O quizás frente a la ausencia de fuentes alternativas de ingresos los náayari regresen a sus estilos de vida tradicionales basados en subsistencia.

Solo una cosa es segura: al igual que han resistido los esfuerzos de los conquistadores, misioneros, revolucionarios, ejército y sicarios para dominarlos durante los últimos 500 años, los náayarite seguirán luchando por su derecho de controlar su tierra natal, sus costumbres y sus identidades étnicas y culturales sin importar las circunstancias que se acumulen en su contra.

Siga leyendo nuestra serie La violencia toma lugar

Notes

  1. CONAPO,Índices de marginación 2010, consultado por última vez el 14 de agosto de 2014 ↩︎
  2. George Otis, «Clasificación y aprovechamiento del paisaje entre los coras», Flechadores de estrellas:   Nuevas aportaciones a la   etnología   de coras   y huicholes (México: lNAH- Universidad de Guadalajara, 2003), p. 135-40 ↩︎
  3. Philip Coyle, From Flowers to Ash: Náyari History, Politics, and Violence (Tucson: University of Arizona Press, 2001), pp. 36-73 ↩︎
  4. Coyle, From Flowers to Ash, p. 202 ↩︎
  5. Coyle, From Flowers to Ash, p.203 ↩︎
  6. Para más información, consulte Romain Le Cour Grandmaison, Nathaniel Morris, Benjamin Smith, «The Last Harvest? From the US Fentanyl Boom to the Mexican Opium Crisis», Journal of Illicit Economies and Development (November 2019), Vol. 1, No. 3, pp. 312–329 ↩︎
  7. Consultar James B. Greenberg, Anne Browning-Aiken, William Alexander, and Thomas Weaver (eds.), Neoliberalism and Commodity Production in Mexico (Boulder: University Press of Colorado, 2012) ↩︎
  8. Ver Nathaniel Morris, «Serrano Communities and Subaltern Negotiation Strategies: The Local Politics of Opium Production in Mexico, 1940-2020», Social History of Drugs and Alcohol (Mayo 2020), Vol. 43, No. 1 ↩︎